Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain
¡Tom!
Silencio.
-¡Tom!
Silencio.
-¡Dónde andará metido ese chico!... ¡Tom!
La anciana se bajó los anteojos y miró, por encima, alrededor del cuarto; después se los subió a la frente y miró por debajo. Rara vez o nunca miraba a través de los cristales a cosa de tan poca importancia como un chiquillo: eran aquéllas las gafas de ceremonia, su mayor orgullo, construidos por ornato antes que para servicio, y no hubiera visto mejor mirando a través de un par de mantas. Se quedó un instante perpleja y dijo, no con cólera, pero lo bastante alto para que la oyeran los muebles:
-Bueno; pues te aseguro que si te echo mano te voy a...
No terminó la frase, porque antes se agachó dando estocadas con la escoba por debajo de la cama; así es que necesitaba todo su aliento para puntuar los escobazos con resoplidos. Lo único que consiguió desenterrar fue al gato.
-¡No se ha visto cosa igual que ese chico!
Fue hasta la puerta y se detuvo allí recorriendo con la mirada las plantas de tomate y las hileras silvestres que constituían el jardín. Ni sombra de Tom.
-¡Tú! ¡TOM!
Oyó tras ella un ligero ruido y se volvió a punto para atrapar a un rapaz por el borde de la chaqueta y detener su vuelo.
-¡Ya estás! ¡Que no se me haya ocurrido pensar en esa despensa!...¿Qué estabas haciendo ahí?
-Nada.
-¿Nada? Mírate esas manos, mírate esa boca...¿Qué es eso pegajoso?
-No lo sé, tía.
Mark Twain, Las aventuras de Tom Sawyer.
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