Aquel invierno había nevado mucho en
Berlín. La nieve no se había derretido; los barrenderos la habían apilado en el
borde de las aceras, y allí había permanecido semanas y semanas, en tristes
montones que se iban poniendo grises. Ahora, en febrero, empezaba a deshacerse,
y había charcos por todas partes. Anna y Elsbeth, calzadas con botas de cordones,
se los iban saltando. Las dos niñas llevaban abrigos gruesos y gorros de lana
para tener abrigadas las orejas, y Anna llevaba además una bufanda. [...] Se
había apresurado porque quería comprar unos lápices de colores en la papelería
y ya era casi la hora de comer; pero iba tan sin aliento que se alegró de que
Elsbeth se detuviera a mirar un gran cartel rojo.
— Es otro retrato de ese señor — dijo Elsbeth
— . Mi hermana la pequeña vio uno ayer y se creyó que era Charlie Chaplin.
Anna contempló la mirada fija y la expresión
severa. Luego dijo:
— No se parece en nada a Charlie Chaplin,
como no sea en el bigote.
Leyeron el nombre que había debajo de la
fotografía.
Adolf Hitler.
Judith Kerr, Cuando Hitler robó el conejo rosa.
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